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Blog de noticias de No Blood, No Foul: Toda magia conlleva un precio.

lunes, 14 de septiembre de 2015

Primer capítulo de "No Blood, No Foul".

Mi nombre es Phoenyx. Si has encontrado esto, significa que has estado hurgando en mis cosas como un vulgar ladrón. Dudo que haya decidido contarte dónde está voluntariamente, pero si lo he hecho, felicidades, debo tenerte cierto cariño. No sé cuánto tiempo habrá pasado desde que empiezo a escribir esto hasta que lo leas, pero supongo que el suficiente como para no tener que avergonzarme de ello.
Si te confío esto, es porque quiero que sepas todo de mí. Todas y cada una de las cosas que me ocurrieron desde que llegué al Infierno, volviendo hacia atrás hasta contarte toda mi existencia. Pero eso no es lo importante, lo importante es lo que sentí yo en cada momento. Esta carta, o más bien enciclopedia, te relatará minuciosamente mi forma de ver el mundo, y qué pienso acerca de lo que me rodea o me ha rodeado a lo largo de mi vida. Y eso, aunque aún no lo sepas, es lo más poderoso que puedo darte. El conocimiento de cómo voy a reaccionar ante cada una de tus acciones, basándote en la manera en la que me he comportado miles de veces antes.
Sé que será lioso, a veces tedioso y, sobre todo, muy complicado, pero no me han enseñado a expresarme de ninguna otra forma, así que te pido perdón por adelantado.
Lo que hallarás en estas páginas es mi historia, la real y verdadera, y no los rumores y patrañas que circulan sobre mí por ahí. Porque, querido lector, si ahora mismo tienes esto entre tus manos, es porque tú también estás en el Infierno, y si estás aquí, has hecho algo de lo que te arrepentirás tarde o temprano. Alguien se encargará de ello, así que prepárate. No esperes que suavice nada, lo que cuente, será cruel y crudo. Con lenguaje soez, con violencia, con injusticia, con locura y con sexo. No voy a ahorrarme ningún detalle. Al fin y al cabo, como te acabo de decir, si lees esto es porque quiero que lo sepas todo de mí. Probablemente me resulte difícil explicártelo cara a cara sin enterrar la cabeza bajo el suelo, así que tómalo como un halago.
Antes de empezar, quiero que sepas que no soy una heroína. No he salvado a nadie. No he hecho cosas buenas ni he sido generosa en toda mi vida, ni en lo que fue después. Soy una Perseguidora, una enviada del Infierno (porque sí, sigo en el Infierno, como bien me he encargado de repetirte varias veces para que no te tome por sorpresa), algo parecido a una cazadora. Persigo (valga la redundancia) a los demonios que no han sido exorcizados por el Cielo y a los que se han escapado de la, según mis superiores, inexpugnable cárcel que supone el Círculo, es decir, el lugar concreto del Infierno, en el que estén confinados. No era el trabajo de mi vida, evidentemente, pero es el que estoy obligada a realizar. Hice un pacto con el Rey del Infierno (cosa que, por cierto, no deberías hacer NUNCA, bajo ningún concepto, aunque creo que ya es un poco tarde para decírtelo), y éste es mi pago. Además, tengo un nombre ridículo. En fin. No creo que pueda hacer una introducción mucho mejor, así que disfruta y sufre conmigo mis vivencias.

Recuerdo una problemática infancia en un terreno frío. Cada invierno, nevaba, y eso era lo que más me gustaba. La nieve siempre ha sido un misterio para mí, quizá por lo fría, quizá por la capacidad para mantenerse con la forma que tú quieras darle hasta que llega el calor que puede derretirla. O quizá sencillamente porque me gustaba tirar bolas de nieve a todo peatón insulso que pasaba. Para ser sincera, no tenía muchos amigos. Me sentía incomprendida en casa, incomprendida en el colegio, incomprendida en todos los sitios. Eso no cambió cuando entré al instituto. Las personas que conocía seguían una lógica estúpida: si defendía a alguien, debían insultarme, y si no lo defendía, debían intentar agredirme. No lo consiguieron. Ni me importaban los insultos ni me importaban sus manos estrellándose contra la pared en el lugar donde antes había estado mi cintura. Pero era molesto a la hora de intentar aprender algo, que era el fin de ir al instituto. Tener a los profesores amedrentados les daba aún más pie a seguir molestándome. Aún tengo grabada en la memoria la cara de mi madre cuando dije que quería cambiar de instituto. De completa incredulidad, cuando le conté por qué. Y en el nuevo, todo pareció mejorar, y mucho. Ya no había vejaciones ni tanteos de acoso. Y yo, bueno, me volví tan insulsa como los peatones a los que atacaba con mis bolas de nieve. Ridícula, engreída, materialista, y sobre todo, estúpida. No porque fuese tonta, sino porque ocultaba mi inteligencia, ya que para ser "popular", no ayudaba demasiado ser también lista. Aún así, he de reconocer que hay algo que nunca fui: dócil. Podía vestirme de rosa fosforito, pero todos sabían que mi personalidad iba más allá de las pulseras y los pantalones de moda. Todo iba bien.

O al menos, eso creía, hasta que nos mudamos. Con mi madre al frente, llegamos a una ciudad húmeda y gris, donde la nieve era considerada una señal de peligro, y la mayoría de la gente nunca la había visto. Refunfuñé todo lo que pude, pero me arrastraron. Conseguí hacer algún que otro amigo, de los cuales pocos perdurarían más allá del curso, sólo lo suficiente como para empezar a establecerme. En ese momento, pensaba que nada podía ser peor que esa mudanza. Qué ilusa era.
Ya en Septiembre, volvía a cambiarme de instituto, para terminar la que sería la última etapa de mis estudios. En el fondo, guardo mucho cariño a ese primer día que cambió todo, que provocó, tras una serie de catastróficas decisiones, el que yo esté aquí ahora escribiendo esto.
Ese día suspiré con profundidad e intenté alegrarme de que, al menos, una amiga del último centro estuviese allí conmigo. O eso pensaba, hasta que me llamó para decirme que estaba enferma. Según sus palabras textuales, "no enferma como para llevar un pañuelo y un abrigo a clase, sino enferma como para quedarse en la cama sin salir dos semanas". Qué irónico. Al fin y al cabo, no fue tan remarcable. Entré rápido, cogí los horarios y salí más rápido aún. Bueno, justo después de ver que ella estaba en otra clase y bufarle al Dios que me había hecho eso. Estaba algo nerviosa por tener que volver a conocer gente (no me va mucho eso de entrar en un sitio en el que no conozco a nadie y presentarme), pero no era nada que me preocupase tanto. Es decir, dormí tranquila esa noche. Si hubiese sabido lo que sé ahora, me habría quedado en vela agarrándome las rodillas y jurando hasta quedarme afónica. Probablemente, entonces habría terminado en un psiquiátrico y no aquí.
Al día siguiente, las primeras clases fueron bien. Los compañeros, por suerte, eran agradables y abiertos, y preguntaron todo lo que quisieron y más. Procuré no exagerar ni inventarme mucho, y me costó un gran trabajo. Salimos de alguna de las aulas, y yo llevaba mis libros en los brazos. No sé si iba hablando con alguien o pensando en cómo se me habría ocurrido llevar esas deportivas viejas y sucias y la imagen que iban a dar de mí, sólo sé que noté un golpe y todos los libros cayeron al suelo. Me quedé paralizada por la sorpresa, mirándolos, y cuando volví a moverme lo primero que hice fue recogerlos, irritada. Vi unas piernas en frente de mí que no reaccionaban, y supuse que era con lo que me había chocado. O más bien, lo que se había chocado conmigo. Tras levantarme, dejé escapar un gruñido y espeté al pecho que se alzaba delante de mí:
-Joder, podías ayudar, que pareces un muro.
Unas preciosas primeras palabras que demostraron lo simpática que era y lo bien que se me daba socializar, sin duda alguna. Y tras esa fantástica frase, seguí caminando, o hablando, o lo que fuera que estuviera haciendo, sin dignarme a echar la vista atrás. Porque, según mi lógica de aquel entonces, si no me había ayudado como un buen caballero, no merecía mi mirada. Aunque no lo pareciese, lo pensé un buen rato. Porque claro, al menos debería haberme fijado en la cara de mi nuevo objeto de odio. Sería difícil distinguirle sólo por su altura y su pecho. Nunca, ni siquiera a día de hoy, me arrepentí de hablarle así. Y sigo pensando que debería haberme ayudado.

Con el paso del tiempo, hice nuevos amigos, y con ellos rellené los huecos que habían dejado los antiguos que se marcharon. Estos sí que valieron la pena. Descubrí que no se me daba bien manejar a las mujeres, así que desistí en el intento de tener amigas. Sólo una chica se salvó, siendo la excepción que confirma la regla. Llegando al final del curso, Southampton se llenó de festivales y festivaleros que prometían una ola de incansable diversión si acudías a sus dominios. Todo mi grupo se vio tentado por la oferta.
-Entonces, ¿y si vamos al concierto? -preguntó uno de ellos-. Es en Southampton. Podemos ir en autobús por la mañana, pasar el día en la ciudad, e ir de noche. Vale la pena, de verdad. Sólo son 30 libras. Nos lo podemos permitir, ¿no?
-La verdad es que estaría bien -contestó otro-. Yo puedo ir, y luego nos podrían traer. Gratis.
¡Ahí estaba la palabra mágica! Muchas de las preocupaciones del adolescente se basan en dos temas: el amor y el dinero. Y si tienen mucha suerte, sólo en el dinero. Por tanto, escuchar la palabra "gratis" me encendió un enorme letrero en la cabeza que decía "PERFECTO".
-Yo voy -dije, garabateando sobre una servilleta en la mesa del bar. Intenté disimular un poco el hecho de que acababa de decirlo tras oír esa palabreja-. Me gustan los conciertos, nunca he estado en Southampton, y tengo mucho tiempo libre. Además, creo que por allí hace bastante más sol, ¿no?
Se rieron, no sé si porque no había estado en una ciudad a pocos kilómetros de mi lugar de residencia, o por la frase. Puede que porque no se me diese muy bien disimular.
El que había preguntado miró al chico con el que había chocado el segundo día de clases. Sí, porque el destino quiso que ese chico estuviese en mi círculo de amistades, y eso fue haciéndole más y más soportable, lo que generó que terminase cayéndome rematadamente bien. Era inteligente, y ese era un rasgo indispensable para alguien que quisiese estar cerca de mí sin salir escaldado.
-¿Y tú?
-Sí, creo. No me hace mucha gracia, pero... -se giró hacia mí, y le dediqué la mejor de mis sonrisas. Últimamente habíamos estado hablando más de lo habitual. Más de lo que hablaría habitualmente con cualquier tipo de persona. Ni siquiera tuve que esforzarme para fingir que quería que viniese, porque realmente quería que me acompañase. Él suspiró y escondió la risa en su mano, dándose por vencido-. Sí, sí que voy.

El viaje en autobús se hizo eterno. Jack (así se llamaba mi preciado muro) se había sentado con otra. Con otra con la que además, estaba enfadada. Por una tontería que ni siquiera recuerdo. Era una cría. Me podría haber enfadado porque no me hubiese devuelto unos calcetines, tal y como era entonces. En todo caso, me enfurruñé y me negué a sentarme con nadie más, acaparando la atención de todo el resto del grupo. Cuando bajamos a tierra, ella se marchó, gracias a mí y a mi sentido don de la palabra (o más bien, a mi lengua venenosa). Gané esa batalla, por supuesto. Nadie me ganaba a ser testaruda. Y Jack me persiguió durante horas, para entender por qué le contestaba tan mal y para que le perdonara. Oh, cómo me gustaba hacerme de rogar. En medio del concierto, sentí los brazos de Jack alrededor de mi cuello, llegando hasta mi cintura. Me estaba abrazando. Voluntariamente, entre la multitud. No me importó nada más a partir de ese contacto. Sólo que quería que siguiese así el tiempo que se me otorgase.

Poco a poco, fui acercándome más a Jack, a su pelo negro y a sus ojos verdes. Era el prototipo de mi chico ideal, y ni siquiera me había dado cuenta. Y prefería seguir sin dármela, por supuesto. Era mucho más fácil. En una conversación aleatoria, con alguien igualmente aleatorio, salió el tema de una película que debería ver. En esa película, romántica, el chico y la chica jugaban desde niños a algo muy especial. Él le hacía una apuesta, terminando con algo parecido a un "¿te atreves?", y si la chica lo hacía, le daba un tiovivo de juguete. Así, y viceversa, hasta que un día él le preguntó si se atrevía a quererle. Odio las películas de amor. Odié ese último detalle, pero se quedó ahí, y aunque yo no tenía claro si Jack siquiera me atraía, lo primero que se me pasó por la cabeza al volver a hablar con él fue apostar a que no se atrevería a darme un beso. Él, tan astuto o cobarde como siempre, o queriendo pasar la proposición por alto, me hizo la misma pregunta. Me retó. Desde ahora lo digo, nunca se debe retarme. NUNCA.
Así que al día siguiente fui a buscarle, y sin más miramientos, le besé. Rápido, sin vergüenza, como aquél que dice "buenos días" al entrar en una panadería. Ni siquiera se ruborizó, sólo se rió y siguió andando como si nada. Y yo pensaba que había ganado. Hasta que, tras un par de horas de clase, se presentó en la puerta de mi aula y me besó delante de todos los que podían vernos, con una sonrisa en la cara. No le importó en absoluto que le miraran, ni que hablasen en susurros después. Ni que yo me quedara con cara de idiota enamorada allí, rogando a la pared que sujetase mis piernas de gelatina. Porque era "sólo un juego".
Los besos continuaron. Éramos amigos, y los amigos demostraban su afecto. Así me auto engañaba cada vez que mi corazón daba un vuelco cuando rozaba los labios de Jack. Así seguía haciéndolo sin sentirme culpable, y sin pensar en los sentimientos que afloraban o en las dudas de los de él. Eran besos cortos, fugaces. Simples toques que servían como muestra de cariño, "de amistad". Y mientras tanto, una parte de mí (la que sabía que hacía tiempo que había dejado de jugar), me preguntaba por qué no besaba a los demás si era tan normal. Por suerte, siempre tuve una enorme capacidad para abstraerme de la realidad, así que cada vez que esa voz afloraba, yo me imaginaba en un campillo saltando margaritas, o un mono con cascabeles en la cola que no paraba de bailar. Tarde o temprano, la voz se cansaba de repetirme una y otra vez el peligro al que me acercaba. Debería haberle hecho caso.

Volví a mi helada ciudad natal, Middlesbroguh, para pasar el verano. Y durante cada uno de los sesenta y tres días que estuve allí, hablé con Jack. Todos los días llegaba tarde a mis citas. Todos los días volvía más pronto para seguir con la conversación que había dejado inacabada a mediodía. Nunca paré de echarle de menos, ni mientras estaba bebiendo, ni siquiera cuando no podía beber más. No podía estar más de unas horas sin saber algo de él. Por la mañana, esperaba hasta que se levantase y me diese los buenos días, para empezar con el tema de la semana. Y cuando me di cuenta de cómo hablaba de él, de las ganas que tenía de volver a casa y de lo poco que estaba disfrutando mis vacaciones, supe que había algo raro en mí. Que no podía seguir mintiéndome, y que no veía a Jack como mi amigo. Viéndolo ahora, probablemente nunca lo hubiera sido. Así que, cuando volví a Londres y le vi allí, delante de mí, sin acercarse, quise salir corriendo. De hecho, creo que lo hice. Y luego, tras las fases de desesperación, angustia e impotencia, volví, o quizá vino él a buscarme. Solía hacerlo. Y, tras meditar y organizar mis pensamientos a la vez que hablaba, me quedé a solas con él y vomité todas las palabras que había estado guardando desde que le vi. Lo que no supe, es que estaba vomitando en voz alta.
-...y por eso, soy gilipollas. Soy gilipollas porque tú y yo deberíamos estar juntos, y no aquí perdiendo el tiempo. ¿Cuánto hemos estado así ya? ¿Es que aún queda alguna duda de que te quiero?
No me contestó. Pero bajé la cabeza y me sonrojé todo lo que pude al ver su mirada clavada en mí y darme cuenta de que acababa de hacer un monólogo sobre sus sentimientos, dando por hecho que eran iguales que los míos sin preguntarle. Sonrió, pero no dijo nada. En mi arrebato de estupidez, no se me pasó por la cabeza que me podría estar equivocando, que cabía la posibilidad de que no le gustase lo más mínimo y sólo estuviese siendo educado. Por azares del destino, mis sospechas eran infundadas. Poco después, me confesó que tenía razón en el que titularé "Mi Gran Discurso". Y entonces me besó de verdad, sin prisas, y lo que pensé fue que todas las películas románticas que no había visto eran las que precisamente intentaban transmitir eso que estaba sintiendo. Y me sentí verdaderamente injusta por haberlas criticado.

Fueron buenos tiempos. Discutíamos a todas horas. Nos peleábamos como niños, y nos reconciliábamos como adultos, como mejor sabíamos. Llegamos a conocernos tan bien que hablar con uno era como hablar con el otro, que podíamos terminarnos las frases sin saber lo que habíamos dicho, y que con sólo mirarnos ya sabíamos qué teníamos que hacer para que el otro fuese feliz (aunque casi siempre funcionaba lo mismo).

Y mi mente me jugó una mala pasada. En una revelación, comprendió que teníamos diecisiete años, que ese sentimiento no existía, y que las hormonas se habían apoderado de mi cuerpo como del de tantos otros antes y después. La edad me afectaba de maneras que no podía describir, y esa necesidad de Jack era una de ellas. Todo era mentira, y nada eso existiría en un par de años. No había un futuro del que hablar, no había una relación verdadera por la que luchar, sólo había dos personas jugando a enamorarse antes de encontrar al que sería el hombre o la mujer de sus vidas. Y tuve miedo, mucho miedo. Miedo de que Jack se marchara definitivamente y yo me quedase sola el resto de mi vida, mientras gritaba en silencio en mi interior por haber sido tan tonta y haber creído en ese gran amor. Por eso, tras mucho cavilar, decidí terminar con ello, sabiendo muy dentro de mí que me arrepentiría durante el resto de mi vida. Y a pesar de que Jack juró y perjuró que nunca dejaría de quererme, que sus sentimientos eran sinceros, que daba igual la edad que tuviésemos (más bien, que sólo era un número que no podía definir la madurez y/o la forma de pensar, concretamente), que estaba decidido a pasar conmigo todos sus días, y a pesar de que hizo lo posible para que me quedase a su lado, yo preferí huir y esconderme. Me costó mucho trabajo, mucho dolor y muchos llantos el ver a Jack imparable, volviendo a buscarme constantemente, cada vez más cansado, cada vez más demacrado, pero sin rendirse. Sin saber qué hacer para que se marchase, le dije que no sentía nada por él, que era mentira, que si estaba echándole era porque todo lo que habíamos tenido había sido una enorme mentira. Ni aunque en ese momento hubiesen explotado mis entrañas hubiese sufrido más que dejando salir esa sarta de sandeces. No sé cómo logré que me creyera, pero entonces, Jack se fue. Y Jack fue feliz. Y yo, la yo mortal, la yo que aún se llamaba Gaia, decidió pasar su vida lo más alejada posible de él, mientras le espiaba a escondidas. Porque "aunque no le quisiera de verdad, aún le tenía cierto cariño, y quería comprobar si lo que había dicho él era cierto y no quería estar con nadie más".


Y un día, la Gaia que el mundo conocía murió con Jack.

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